El concepto tradicional productividad siempre se ha asociado a una relación (cociente) que existe entre dos términos:
- Los OUTPUT que producimos (numerador)
- Los INPUT o recursos que empleamos para lograrlo (denominador)
Produciendo más con los mismos recursos se es más productivo. También, produciendo lo mismo con menos recursos aumentamos la productividad tradicional. Y, por supuesto, nos situaríamos en la posición ideal llegando a producir más con menos.
Su valor, expresado en números enteros o en porcentaje, puede así alcanzar desde el cero hasta el infinito. Por ejemplo, si para producir unos tornillos valorados en 100 he empleado recursos materiales y humanos valorados en 50, mi productividad es de 2, o del 200%, conforme queramos expresarlo. Por debajo de 1, o del 100%, nos encontraríamos en la zona de pérdidas pues el valor de lo producido no alcanzaría a sufragar el gasto empleado en lograrlo. Si para producir los mismos tornillos del ejemplo anterior nos hubiéramos gastado 110, nuestra productividad tradicional sería 0,90 (<1), o sea del 90% (<100%).
Este modo de medir el trabajo es más propio de entornos industriales. Aquellos en los que los horarios son rígidos, el espacio físico está acotado y la producción es fácil de cuantificar.
Con la irrupción de la era digital, el intercambio natural de “esfuerzo” a cambio de “recompensa” se volatiliza. La forma de entender el trabajo cambia cuando el sacrificio puede quedar sin recompensa porque no se aporta valor y calidad.
Y es que el concepto tradicional productividad tiene una dimensión temporal (historia) y otra dimensión espacial (geografía). Además, no hay lugar para la duda: Su análisis y comprensión mejoran cuando se repasan:
- Cuáles son los hitos que nos han llevado hasta aquí
- Cómo se relacionan los individuos entre sí, y como parte de un todo.