Pongámonos ahora en la situación de realizar una tarea doméstica cotidiana al azar. Podríamos pensar en tender la colada, en hacer las camas o en comer. Al final, en cualquiera de ellas existe una secuencia de tareas que se ejecutan como un ciclo en un espacio concreto en unos momentos estipulados.
Por ejemplo, sin salir de la cocina, todos sabemos que para comer ponemos en la mesa los cubiertos, la vajilla y las servilletas. Finalizada la comida, retiramos los restos al cubo de basura y dejamos todo para lavar en la pila o el lavaplatos. Una vez seco, se ordena de nuevo en el espacio que cada cosa tiene reservado. Queda todo listo para ser usado de nuevo unas horas más tarde.
Si nos saltáramos alguno de estos pasos, surgirían los problemas en el siguiente turno o tendríamos que hacerlo más tarde. Por lo tanto, todo obedece a una lógica que se sustenta en dos dimensiones relacionadas entre sí:
- espacial ⇒ disposición de elementos buscando la proximidad entre los afectados en cada fase del ciclo.
- temporal ⇒ secuencia de actos pautados que nos permitan un devenir nada abrupto de los acontecimientos.
Todo se hace de un modo eficiente, que tiene sentido y éste se ha ido configurando a base de:
- el conocimiento y la experiencia de los asistentes,
- utilizando la mínima energía necesaria,
- siguiendo una secuencia de actos inconsciente (método),
- con la anticipación y la proactividad suficientes (planes) para que todo fluya correctamente y así evitar problemas.
De ese modo, las personas involucradas en el proceso (equipo), disponiendo de los medios necesarios, comen, retiran y limpian, para dejarlo todo dispuesto con la intención de hacerlo de nuevo cuando quieran.
Sin quizás ser consciente, se sigue un ritual de comportamiento humano donde todo gira alrededor del binomio espacio-tiempo. Igual que ocurre a nivel doméstico ocurre a nivel profesional.