Si, con la intención de combatir su imprevisibilidad, uno decide mejorar la gestión de las actividades que realiza y la información que maneja en el tiempo, no hay mejor receta: automatizar procesos y sistematizar unas pautas de comportamiento que le permitan atarse en corto y evitar la necesidad de ir improvisando sobre la marcha a toda hora.
Sin embargo, cuando alguien se nos acerca para sugerirnos cambios en alguno de nuestros hábitos, hay algo en nuestro interior que se estremece. Y aunque se produzca una reflexión profunda que entienda las bondades de pasar de una forma de hacer las cosas a otra distinta, la cabra tira al monte. Por este motivo, los métodos que nos ayudan a mejorar nuestra productividad, en general, no lo tienen nada fácil. Topan contra la raíz.
De ahí nace la exigencia de simplificar hasta el extremo. Si te dedicas a esto de proponerle a los demás nuevas formas de hacer las cosas que ellos ya hacen cotidianamente, no hay más remedio. Los fundamentos argumentales de tus teorías tienen que ser sólidos, pero las formas también van a importar, y mucho. Y el esfuerzo pedagógico a la hora de desplegar tu propuesta ha de ser total, para vencer la barrera natural que tenemos las personas a cambiar lo que está en lo más profundo de nuestro ser.